Eran alrededor de las 10 de la mañana. Mi mamá estaba fumando un cigarrillo mientras se preparaba para salir a hacer las compras del día. Yo estaba sentado en la mesa, viendo la tele. Cuando ella salió a comprar, dejó su cigarrillo a medio apagar en el cenicero.
Cuando vi aquel cigarrillo, se me ocurrió la idea de probarlo. Siempre había visto fumar a mis familiares y, si bien sabía que era un mal hábito, en mi inocente cabecita no sonaba ninguna alarma ante aquel pensamiento.
No recuerdo exactamente porqué lo hice. Supongo que lo hacia por jugar. En fin, agarré el cigarrillo y le di una pitada. No me tragué el humo, solo lo mantenía en la boca y soplaba. Todo iba bien, hasta que le di una pitada larga y tragué.
Al principio fue una experiencia fea. Sentí el humo en mis pulmones… fue una sensación atroz. Inmediatamente empecé a toser y a carraspear. Le di un par de pitadas más al cigarrillo ya casi terminado y lo tiré al inodoro. Sentí mareos y ganas de vomitar. Me empezó a agarrar frío y me acosté, mareado y con nauseas. “No lo voy a hacer más”, me dije a mi mismo, al ver las consecuencias físicas de aquella travesura. Luego de unos minutos me sentí mejor, y había vuelto mi mamá. Por supuesto, no le dije nada.
Lo raro fue que, cuando me sentí completamente recuperado, me pareció que había sido una experiencia divertida, y me propuse volver a encender un cigarrillo la próxima ves que me encuentre solo en la casa.
El mal ya estaba hecho.
No se me ocurrió pensar que desde aquel preciso momento iba ser preso de un asqueroso vicio. No se me ocurrió pensar que a partir de ese día iba a ser fumador hasta el día de hoy. No se me ocurrió pensar que iba a comprar cigarrillos todos los días, oler a cenicero viejo en todo momento, manchar mis dientes y, principalmente, echar a perder de por vida el bienestar de mis pulmones, con todo lo que eso implica.
No me culpo; era muy chico para saber lo que estaba haciendo. Tenía unos once años.
Tampoco culpo a mis viejos. Siempre me las arreglé para llevar a cabo mis travesuras sin que se dieran cuenta. Fumé a escondidas y sin levantar sospechas hasta los catorce. Un día se me dió por decirles la verdad. La enfisemosa verdad, diria un amigo.
Siempre me acuerdo del día que agarré el vicio.
Maldito sea ese día...
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Maldito sea cada momento en el que un nuevo cigarrillo es encendido. Ahora sí podemos decir que si no se controla al monstruo, éste termina controlandolo a uno.
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